La ciudad se niega a despojarse de su soledad. Llego a un aeropuerto sin viajeros, sin largas líneas en migración. La cuidad de Los Ángeles, California apenas se atreve a despertar, el centro es un recipiente vacío, los edificios, las avenidas, reciben el sol que se corta en sombras oscuras y largas, el viento arrastra la basura, las calles habitadas por homeless y vendedores de mariguana, gozan de su propio apocalipsis.
La serie de pinturas de De Chirico, La Piazza Metafísica, son vaticinios que se volverán a repetir,
postales que nos recordarán la ausencia que amenaza con volver. Las obras
fueron una epifanía, abandonado al dolor y la fiebre, De Chirico contempló la
Piazza de Santa Croce en Florencia, la catedral gótica blanca, que hechiza en
su transformación nocturna, hace que la plaza crezca, los pasos rompan el aire,
y el visitante sienta que las horas se congelan. El vértigo es herencia de sus
esculturas, Stendhal lo padeció y fue su síndrome,
enfermedad contagiosa, producida por el impacto visceral al contemplar la
belleza, y De Chirico, infectado sintió que esa plaza tenía que perpetuarse
como una pesadilla. La serie de pinturas han sido inspiración escenográfica
para películas de ciencia ficción, poesía, y en este momento dictaron el
paisaje de la pandemia.
Los estacionamientos al aire libre sin automóviles, las
tiendas sin clientes, los restaurantes de fast food cierran sus puertas y
atienden desde ventanas para no ser dormitorios. El miedo continúa. Trauma colectivo,
nos empujaron al aislamiento, y ahora, como presos liberados, nos cuesta estar
en la calle. De Chirico le llamó Metafísica,
enfatiza la anti naturalidad de la situación, fundamentalmente teatral,
artificial, imposible, pudiera ser onírica. Ese paisaje se volvió ultra físico, y verdadero. Las grandes
ciudades abjuraron de su grandeza: la actividad, la urgencia de estar y moverse
dentro de ellas, de participar de su ruido, agonizaron en el delirio de De
Chirico.
Son las 9 de la noche y las calles están aun más despobladas
que en el día, los homeless toman posesión de sus esquinas para dormir,
sentados en sillas de ruedas, metidos en tiendas de campaña, resguardados en
puertas clausuradas de rascacielos, cada uno tiene su calle, no la comparten,
es una ley. Las tiendas de licor están abiertas, los clientes entran, hombres y
mujeres jóvenes, viejos, con aliento alcohólico, compran y se pierden. Fachadas
bloqueadas con tablas de madera, escaparates cubiertos de papel, los homeless
son los sobrevivientes de la catástrofe, resistieron la pandemia, sin cubre
bocas, sin medicinas, sin comida, gritan
desde sus calles pasajes de la biblia, insultos, el olor a mariguana es tan
penetrante como el de los orines en las banquetas. En el condado de Los Ángeles
hay 66 mil homeless, en Downtown habitan cerca de 2,500. Lo sabía De Chirico,
en esa epifanía, ese desmayo metafísico que padeció en la Piazza de Santa
Croce, lo vio, y pensó que era la muerte, que era la filosofía del sobreactuado
de Nietzsche, y no, éramos nosotros,
ahora, con la luz del sol cortada por la navaja implacable de un deshabitado rascacielos.