La muerte es impúdica. Indiscreta, nos acecha, abandona nuestro despojo en las peores condiciones. Dejamos de existir sin decoro, y captura el instante en que exhalamos el control de nuestro ser. Lo más terrible es no poder defendernos, y el testimonio se contempla con la morbosidad del investigador o del curioso.
La máscara mortuoria de Dante, realizada después de su
muerte con una capa de cera. El rostro sin pensamiento, sin sabiduría, es solo
eso, precisamente, una máscara, que ha dejado de cantar sus poemas. Enmudecido
los hereda a las páginas, y la Divina Comedia se escucha en nuestra
lectura mientras su rostro, ya en
bronce, escucha inmóvil.
En Pompeya, Italia, acaban de descubrir en las excavaciones
en Civita Giulana, una villa de una familia poderosa y rica de hace 2000 años. Un
esclavo y su amo sorprendidos por la ceniza del destino. Las ropas de lana
dicen que es otoño, la urgencia por la huida está en la posición del esclavo.
Los observan con detenimiento, ellos ahí inermes, primero ante la naturaleza y
ahora ante el tiempo. ¡Júpiter, tú, amo del volcán, cubriste de cenizas y gases
a la hermosa cuidad! Mujeres, hombres, niños, animales, que cantaron tus
himnos, que celebraron sacrificios, Júpiter tú los masacraste. Murieron sin saber
por qué los dioses se vengaban, destruyendo sus casas, sus bibliotecas, petrificándolos,
habitando perpetuamente en su propio Círculo del Infierno. El castigo continua,
2000 años después, insaciable Júpiter los exhibes, son observados, estudiados,
son pretexto de turistas y científicos.