La belleza que desaparece es irrecuperable, las obras de
arte, aun las más portentosas y monumentales, son efímeras. La creación del
arte es intemporal, eterna, nació con el ser humano y continúa como un
testimonio de nuestra evolución. El
incendio de la Catedral de Notre Dame nos enfrentó a la vulnerabilidad del
arte, a su fragilidad, a la sensación de muerte, de algo que se va y que no
volverá a responder nuestras preguntas. La destrucción de los testimonios del
pasado nos deja sin Historia, el fuego es tan voraz como nuestra negación de la
memoria, de la deuda que el presente tiene con lo que antecedió a la pertenencia
de esta época. El dolor de esta pérdida es que hoy, con los supuestos avances tecnológicos
de la arquitectura y la industria, carecemos de la capacidad artesanal que
convirtió en arte la construcción de Notre Dame.
La fervorosa idolatría al progreso ha despreciado y pasado
por encima de los artesanos, de la herencia generacional de trabajar las
maderas, la piedra, los materiales, hacer capiteles, esculturas, vitrales, gárgolas,
mosaicos, marquetería, todo ha sido sustituido por los materiales hechos en
serie, por torres de vidrio y concreto. El concurso de restauración es para
arquitectos, no para historiadores y artistas clásicos, los candidatos como
Foster, Martin Ashley, Stephen Barrett, coinciden en que hay que “modernizar”
la estructura, “tomar la oportunidad de acercarla a nuestro tiempo y nuestra
cultura”, “espiritual pero diferente”, “materiales más luminosos y
funcionales”, esa es la verdadera tragedia, la restauración puede ser peor que
el incendio. Los arquitectos contemporáneos, enamorados de la fama y el
protagonismo, ponen su estilo por encima de la función del edificio, por eso
las iglesias modernas parecen aeropuertos o centros comerciales. La pretensión
de que nuestra época es “más avanzada” es una arrogancia que permite que esas
restauraciones atenten contra el espíritu real de los edificios y obras de
arte. Quieren adaptar el pasado a nuestro presente y si restauran una pintura
le quitan las veladuras y la dejan como cromo de calendario, si restauran un edificio
le dividen sus techos de triple altura y meten pisos intermedios porque la actualidad
tiene agorafobia y vivimos en cajas de zapatos. Modernizar Notre Dame no es
restaurarla, fue creada en el Gótico, es un concentrado de la filosofía de la
Edad Media y ese es su valor, que representa un momento del pensamiento y la espiritualidad
humana que no tiene por qué ser como la de hoy. La inspiración de esas cúpulas
y bóvedas, de sus pinturas y altares, estaba en una filosofía que hoy es
imposible de plantear, con la frivolidad arquitectónica inspirada en la cultura
corporativa, que uniforma los recintos en ostentosas moles de vidrio, que se
perciben mal cimentadas, sin el arraigo que representaba la fuerza y
permanencia de las ideas, que envejecen mal, deteriorándose al ritmo de nuestra
sociedad.
La
demagogia de la integración y la multicultural es parte de las iglesias de hoy
que se supone albergan todas las religiones, como si un sitio para la oración y
la intimidad fuera un fast food donde puedes comer una pizza o unos tacos o
sushi en la misma mesa. La oscuridad de un recinto así es parte de su
filosofía, es para estar en otro estado del ser, si quieren luz que se metan a
un corporativo de vidrio con su obsesión inhumana y vigilante de la “transparencia”,
la gente que quiere orar tiene derecho al silencio y a la introspección, a
escuchar los coros que nacían de la oscuridad de las celosías. Notre Dame fue
un sitio para coronarse, santificarse, suicidarse, antes de verla convertida en
un aeropuerto o un corporativo, que la dejen así, un esqueleto carbonizado por
nuestra ignorancia y soberbia.