El dogma del progreso es adicto al cambio, a una
trasformación vacía, es la reacción ambiciosa que busca dominar un futuro del
que sabemos nada. Los “triunfadores”, “exitosos” “la gente con ideas” convocan
a los aspirantes a tener más, ser más, conseguir la posición económica que la
sociedad impone para no ser perdedor. Credos que no alcanzan a ser religiones
ni filosofía, son intereses que guían y definen a la realidad contemporánea. Frenéticos, serán desechados
por la misma ambición que los ha convocado. En el Barroco surgió el concepto de
individuo, los descubrimientos científicos y tecnológicos detonaron la carrera
insaciable de la modernidad, la filosofía se separó de la teología, entonces un
grupo de rebeldes se negaron a entender el progreso como motivo de su
existencia. Decidieron que el silencio y la inacción los acercaba al saber y en
el rechazo al mundo estaba la salvación de su espíritu. Los Quietistas, los
silenciosos, los abandonados, los alejados, lo que dijeron NO a ese ruido, los
que se entregaron a una paz mítica que no pensaba en el destino.
San Juan de La Cruz inició con esta disciplina que llevaba
su fe más lejos de la comprensión religiosa, alcanzando un misticismo verdadero,
en la verdad de las palabras y las acciones, sin las dudas que trastocan el
camino, que no existe más allá del presente. En el siglo XVII el movimiento fue
ferozmente perseguido por la Santa Inquisición, Miguel de Molinos, abjuró de su
renuncia, en una pérdida dolorosa y cruel, la acusación era la influencia de
los místicos orientales, los yogis sanyasis y los budistas, que observaban su
propio devenir en la pasividad de la entrega, en la relación de su respiración
con el palpitar del tiempo.
Agnus Dei, de
Francisco de Zurbarán, es la esencia del Quietismo, el cordero, de una belleza inconmensurable,
está atado de las patas, reposado sobre una mesa de madera, el fondo negro
absoluto enmarca su pureza, su cabeza se
ofrece, la mirada en la paz de la rendición. No hay resistencia, presintiendo
la violencia de su muerte la acepta con docilidad, con una bondad
incomprensible para los seres humanos que vivimos en la histeria del miedo. El realismo
de la obra, la exactitud de la textura del pelo, el volumen del cuerpo, le da
vida, es la verdad per se del
silencio. La contemplación por encima de los actos morales o religiosos, la
impotencia del ser humano consagrada en renuncia, la escucha del diálogo divino
ausente de palabras, y ese cordero, vulnerable, indefenso, atado, contempla,
escucha, espera, y en su innata sabiduría acepta, esa es la belleza de la
pintura, y en esa quietud está la más valerosa rebeldía. Los triunfadores
contemporáneos, los que ambicionan cambiar el mundo, que se despedacen con su
ruido, en ese cordero está la sabiduría que la sociedad les tiene proscrita.
3 comentarios:
Gracias por estos textos cargados de erudición, que no sólo enseñan, pues también crean sabiduría.
Creo que entonces soy un "quietista" :)
Hola Avelina,
Me gustaría que hablaras sobre el artista Robert Wilson, tu opinión sobre lo que él hace. Creo que tiene mucho que ver con éste artículo de la "quietud". Un fuerte abrazo.
Pamela Loaiza
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