El fanatismo crece, la obcecación domina, las sectas y religiones se expanden y el arte
sacro desaparece. La sociedad se ha volcado al narcisismo reduccionista,
limitando la visión del mundo a la satisfacción consumista que señala la nueva
cúspide del ser. En un individualismo condicionado por un éxito efímero,
acotado e intrascendental no hay sitio
para las búsquedas inconmensurables y trascendentales. Los motivos de esta
mínima búsqueda no son suficientes, la continuidad del arte sacro en todas las
formas de la representación de lo sagrado,
se rompió con las revoluciones sociales que hicieron del progreso una
creencia con beneficios que se convirtieron en sus propios valores.
El arte se “socializó” y las consignas sustituyeron a los
misterios, el pensamiento del individuo sobre la misión que lo dimensionara
ante el infinito quedó en la unificación masiva de las urgencias políticas,
económicas y la moda. Destruyendo dogmas se impusieron otros más absolutistas,
que arrastraron sus propias condenas. Las consignas cultivaron sus propios
fanatismos, el premio y el castigo eternos se reemplazaron por el éxito y el
fracaso social, inmediato, visible y sometido a la jurisprudencia virtual de las
redes, ese infierno reactivo del linchamiento instantáneo. El neoliberalismo detonó
religiones que adoran las búsquedas consumistas y viscerales de la adicción al
reconocimiento o al éxito. El arte sacro que durante siglos dio forma a los
dioses, que inventó una narrativa sagrada que visualizaba principios filosóficos
y poéticos, no quería cambiar al mundo,
ni hacer denuncias, tampoco escandalizar, deseaba mostrar el camino que guiara
la contradicción de una estadía efímera ante un ente infinito.
El proselitismo místico ahora es proselitismo de consumo,
las nuevas catedrales y templos parecen corporativos o aeropuertos,
consecuentes con las creencias materialistas, la escultura y pintura sacras se
limitan a comisiones que no conmueven ni
al artista ni al creyente. Es revelador de nuestra actualidad que un género
completo del arte, que detonó movimientos como el Renacimiento o la creación de
los centros ceremoniales prehispánicos, que llevó al paroxismo a la escultura,
ya casi no existe, incluso las nuevas sectas y religiones con miles de
seguidores, construyen templos gigantescos que parecen casinos o naves espaciales. La Catedral de
Nuestra Señora de Los Ángeles, en California, obra del premiado y cotizado Arquitecto
Rafael Moneo, es un ejemplo de una construcción que podría ser la ampliación de
un museo o unas oficinas. Las iglesias tenían una presencia “particular” es
decir, nada se construía ni se diseñaba de forma semejante, eso las hacia
reconocibles y les otorgaba la singularidad de evocar la dimensión de la fe y
el silencio. En un espacio que si le retiramos algunos elementos lo podemos trasformar
en estación del tren no es posible sentir que se ha llegado al lugar para estar
con lo que se cree y se anhela.
Absorbidos por la fe
del éxito, siguiendo los mandamientos implacables del consumismo, dedicamos
la inspiración en construir un centro
comercial, y las agujas que se elevaban para alcanzar el cielo, las estelas
labradas, los vitrales, la ornamentación desmesurada, no tienen artistas,
artesanos ni arquitectos. En contraste vemos que cargan un show de la Capilla
Sixtina y la venden como atracción multimedia, la masa asiste al circo de la
novedad y la síntesis creadora se reduce al show del momento. Incapaces de
crear nuestra fe, de crear a nuestros a dioses, adorando al egoísmo masivo,
fanáticos sin misticismo.