Alejo Carpentier los visitó, los guardó en arcones, los
trajo desde lejos, y deformando su rastro, de oro los espejos, de oro su
reflejo, de oro sus orillas, de oro sus cúspides de música, laureles y
guirnaldas floridas, de oro su fulgor y de oro sus astillas. Carpentier es el
Barroco, y el Barroco es de espejos, la inteligencia es de espejos, las voces
son espejos, el alma en cambio es el fondo de una vasija opaca por el tiempo. El
suplicio los esconde, la penitencia los persigue, cubrir los espejos, ser
humildes, castigarnos sin vernos, olvidar cómo somos, renegar de nuestro
aspecto, perder el incierto retrato es un martirio que el ego no acepta, el ego se regodea en el sufrimiento, se
deleita juzgando, se excita con la visión de sí mismo y clama ingrato, la
irreversible degeneración, la irrecuperable memoria de Narciso ahogado,
insatisfecho.
Las vidas que se han llevado los espejos, Ana Karenina se
inyecta morfina acompañada de su espejo, su rostro emana el olvido dilatando
sus venas, la ausencia transporta la mirada y todo, todo lo contiene su espejo,
su leal y discreto amante, lo lleva en el bolso, le muestra sus orgasmos, lo limpia
con saliva, lo besa, y antes de suicidarse, se mira en el espejo. Oxidado,
úlceras negras que pervierten su pureza, serpientes y Medusa miente, el
antídoto de su veneno es un espejo, morimos cuando nos conocemos, paralizados,
horrorizados, cerramos los ojos y nos tragamos abriendo las fauces voraces de
nuestro nombre.
En la prisión no hay espejos, el tiempo es más largo, el
encierro es un circulo incierto, María Antonieta habitó una celda sin espejos,
en su paso a la guillotina, contemplándose en la horda enfurecida, recordó sus
bailes en el salón de los espejos, el brillo de las lámparas, el maquillaje de
su rostro, el sonido de su vestido y agradeció que su cabeza rodara sin pausa,
sin regreso. Semejante a sí mismo, se adora, no conoce el desdén, vacío y
paciente con las partidas, promiscuo con los encuentros, nos acepta a todos y a
todos nos desprecia, en el ropero, en el vestidor, en el médico, en la tienda,
se carga de mentiras y vomita nuestros deseos. Intimidad violada, son palco,
público agorero, cuando creemos que aplaude, aúlla, cuando creemos que nos
insulta, consuela, indescifrable, sabe que es vulnerable y frágil, efímero, solitario
naufrago que padece un sordo concierto. Ante un espejo estamos obligados a vernos,
vicio que nos pierde, olvidamos en dónde estamos porque estamos dentro, se
acaba la vida y él se queda quieto, esperando a que otros entren y se miren,
perdiendo, muriendo.
Visité las bodegas del Castillo de Chapultepec, Museo
Nacional de Historia en la Ciudad de México, miré decenas de espejos, este
texto es resultado de ese viaje. Dedicado a Alejo Carpentier.