La demagogia de la libertad de expresión posee un arma de
destrucción: la pintura en aerosol. El vandalismo es la apoteosis de la
violencia democrática, goza de un fuero infalible, detentado por grupos
políticos, elogiado por la sociedad políticamente correcta. La Capilla Rothko,
ese santuario pictórico, destinado a la
meditación y recinto de las obras espirituales de Rothko, sus degradaciones
azules que funden el pensamiento, fue insultada, ultrajada con pintas racistas.
El racismo se hace visible, es uno de los baluartes populistas, ahora no es un
crimen, es una causa.
El pervertido derecho a manifestarse destroza obras de arte,
monumentos, plazas, entre más valioso sea el lugar o la obra más daño causan.
La Facultad de Derecho de la UNAM, en Ciudad Universitaria, vandalizadas por “pintas
anarquistas” de mercenarios a sueldo del populismo. La protesta se supone una
virtud social y democrática, aunque carezca de propuesta, basta la fusión corrosiva
del chantaje lastimero con la prepotencia golpeadora.
La sociedad padece al “ideal democrático” y suma a su propio
desgobierno en sus ventajas, nunca está sujeto a revisión o perfeccionamiento,
por eso el populismo es convenientemente democrático al utilizar esas debilidades como el
camino más accesible al poder. El arte es víctima de las hordas que se
fortalecen con la ignorancia y rayan con faltas de ortografía consignas predecibles
y repetitivas. La sociedad embrutecida por la violencia, dirige su adicción a
la destrucción del arte, la belleza, la creación y la antigüedad de las obras,
representan un estado superior que deben agredir. Lo más enfático es el odio
colectivo a lo que ha perdurado, la
horda detesta lo anterior a su existencia, ellos que carecen de capacidad
creadora, aniquilan lo creado. La masa anónima que plasman su infra
inteligencia en una escultura es incapaz de hacer esa obra, esa envidia
colectiva domina, porque es algo que no tiene, esa desposesión los hace odiar. Rechazan
su pertenencia al valor comunitario de una plaza, un monumento o una
universidad, entonces hay que degradarlo, humillarlo.
La furia demagógica pide la protección de sus garantías y el
cobijo paternal del Estado para devastar a su paso lo que encuentra, “los
derechos humanos” de los abusivos están por encima del derecho colectivo para
preservar el arte público. El grupo no promueve un cambio, ni quiere ser
escuchado, es una venganza no un diálogo, la superficie de un convento con 5oo
años de antigüedad, sufre al irracional manifestante, el logro está en allanar la
monumentalidad.
La tolerancia que hay para la destrucción, el miedo que las
autoridades tienen a las demandas de los “derechos humanos” y a que la opinión twittera de un golpe de
Estado, le ha dado un poder enorme a esta horda aprovechada, dejando al arte y
la cultura en el desamparo y la extinción. El grafiti, las pintas que la horda
impone, que el populismo promueve y la democracia tolera, son las huellas
visibles del paso de un sistema político a un sistema de la impunidad.