
Nacidos a imagen y semejanza, copias de un original
inalcanzable en su esencia, nos hemos obsesionado con inventar una apariencia
que no logramos. Alejandro Magno se supo invencible cuando la Pitonisa le
reveló que era hijo de Dios, ahora tenía que actuar y verse como un ser
engendrado en desproporción de la realidad. El arte es dador de divinidad, la
complejidad del pensamiento inició con la creación de una forma que permitiera
la adoración de un ente infinito en poder y presencia que explica lo
inexplicable, que contiene la razón de la existencia del todo. Esa forma le dio
sentido, presencia tangible y apariencia de alcance divino. El arte religioso
es la manifestación visible de lo invisible, los recursos estéticos de la dimensión,
color, composición, icnografía, mitifican la relación del ser metafísico con el
ser humano que lo engendró en la desesperación de no saber para qué habita en
el presente. Somos nuestros dioses y somos inferiores a ellos, les
pertenecemos, los veneramos, y les dimos el poder sobre nosotros. Las telas
trasparentes del Greco, los densos terciopelos de Rubens, los vestidos
ingrávidos de Villalpando, las cabelleras cuidadosamente peinadas de Leonardo, los
dioses visten con materiales imposibles, con túnicas y zapatos hermosos, ellos
perfectos, son dictadores del estilo.

La fiesta del Metropolitan Museum de Nueva York, MET, se
tituló
Heavenly Bodies, fashion and the
catholic imagination, un carnaval de fashionistas convertidos en seres
celestiales, consagrados a la fe de la moda, a la creencia de cómo se viste
alguien con más seguidores que ellos mismos. La fama, ser supremo y sin
memoria, es la religión de los semidioses, destruye a su corte, los castiga con
el olvido y domina la conciencia de los fanáticos, que son capaces de asesinar
a quien adoraron. La procesión de famosos que arrastran en su nombre a millones
de personas, Rihanna con un manto de pedrería y tiara de papisa; Cardi B beatificada
virgen con aureola, vestido cargado de telas; Madonna bizantina en
sadomasoquista seda negra; hombres con coronas de espinas y sacos bordados. Iconos
del frágil y efímero altar de la adoración irracional, ataviados como lo único que
nunca alcanzarán: la inmortalidad. La invención y el sincretismo, reinterpretación
del simbolismo, nos acercan a ese paganismo de tan católico de vestir a los
santos con ropa que recuerde el milagro que el creyente está rogando.

El vestuario forma parte del ritual, en todas las religiones
los sacerdotes o líderes religiosos portan ropajes y joyería, emblemas que los
distinguen de los fieles, que les conceden un estatus superior, una distinción
que los une a los iconos de los altares. Arte, moda y religión imponen un Paraíso
suntuoso, donde la seducción está por encima del mundo, implicando a la
atemporalidad y creación deliberada, las pinturas, esculturas de madera
policromadas, representan escenas con vestuarios anacrónicos, imaginativos,
irreales, santificando la majestuosidad. La vigencia del arte religioso, su
poder sobre nuestras sedientas almas se trasforma y llega a los cuerpos de mortales
adictos a un dios que los desprecia. El desfile de paganismo fashionistas, el
altar mundano de la fama, encarna al arte que vistió a los dioses para ser
amados. Nada es tan bello como lo que no existe.