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Goya, El sueño de la razón. Grabado. |
¿Qué hacemos con las emociones? ¿Ocultarlas, fingirlas,
drogarlas con ansiolíticos o dejarnos arrastrar por su anárquico e impredecible
apetito? Nos definen y nos deforman, se apoderan de algo que no les pertenece:
el tiempo de ser y estar. La razón es un gobierno que no siempre rige, Goya lo
dijo cruelmente con su autorretrato aplastado por el sueño, torturado por
monstros; y la razón dormida, distraída, anestesiada o encarcelada por los
sentimientos. El arte es puerta, ventana y caverna, se siente, se vive, desde
la creación o la contemplación, pero la obra sin equilibrio es un capricho de
lo que no piensa.
Crear y sentir, es crear y pensar, los recuerdos trágicos de
Primo Levy, la gama de grises del Guernica de Picasso, no existirían sin el
dominio de la razón sobre esa urgencia de que la emoción no se pierda. El reto:
el efímero tránsito de una sensación que debe ser plasmada, explicada y
perpetuada en una visión estética que la traspase y la haga algo más que un
hueco de la no razón. La obra no es posible desde la frialdad de la
intelectualización, sin un visceral punto de partida la obra no palpita y nace
muerta. El contraste está en las obras que esgrimen su valor como descarga
sociológica que no aporta a su resolución o a su presencia; el arte no es el
diván de un psiquiatra que soporta la filias y fobias de alguien sin talento o
asunto en la creación. La presencia de la emoción obliga a un compromiso, el
arte como las relaciones, exige de entrega para consumarse. Mentir en el amor o
en el sexo, es como en la creación, únicamente convence al mentiroso, porque lo
que no se siente, no se inventa. El gozo, el dolor, el fastidio, la selectiva
obsesión de la memoria, están presentes en las obras, pero no son la obra. Lo
que perseguimos o no queremos detonan un argumento, son la excusa que la razón
no proporciona y sin embargo controla y desarrolla.
La música creó un lenguaje capaz de transportarnos en su
cauda, dejarnos postrados por lo que tenemos dentro o hacernos vomitar con
violencia lo que ocultábamos, hasta que la sobre intelectualización la redujo
al ruido de la académica mendicidad creativa. La poesía castigada como desahogo
de la mediocridad sensiblera. El espectador de apetitos inmediatos, que si
“siente algo” cree que es arte, un cuartito cubierto con focos o una cubeta de
suciedad. Sentir es virtuoso si nos da luz sobre lo que somos; la razón es un
guía paciente, enseña y conduce, y nos deja saber ser espectadores de lo que
vivimos.