Mi vecino toca la guitarra y canta todos los días el
repertorio popero de la radio o el karaoke, nada complicado o que le exija
pensar. Es uno de los millones de ilusos que creen que algún día una disquera
va a explotar su nulo talento. Su constancia es un falso esfuerzo porque no
mejora, ya descubrió que “la emoción y el estilo” son un estado de confort que
encubre el escaso dominio de la técnica. No se escucha, porque esto lo
obligaría a asumir qué hace y cómo lo hace, a ejercer la autocritica, él no
quiere aprender a cantar, quiere que lo consideren cantante.
Entre las mil teorías que la psicología produce para vender
libros, terapias y sistemas de educación, en la década de los ochentas, un
periodo especialmente decadente, inventaron el término “autoestima”, que se
convirtió en una vacuna contra la autocritica, el análisis personal y la visión
de la realidad. La autoestima creció en una industria de speakers, libros, películas, sectas que engordó al ego, un adicto a
que le digan que todo lo que hace está bien, que es perfecto y que nunca se
equivoca. El narcisismo se extrapoló y “quererse mucho” se considera un valor
social. Maestros, padres, tertulianos del coaching
empresarial insisten en que decirle a la gente “eres genial”, “eres
maravilloso”, y ese tipo de ficciones que el ego exige, los potencializa para
alcanzar el éxito. No importa que la mediocridad de mi vecino sea evidente, que
sea desafinado y toque mal la guitarra porque su novia y su mamá le dicen que
es “maravilloso”. La autoestima envuelve
al autoengaño, esta sobrevaloración genera satisfacción y placer, parte de su
éxito radica en que es un placebo contra el fantasma de la depresión.
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Yoko Ono, Apple. |
El boom del estilo VIP coincide con la propagación de la
autoestima, la autoayuda y la industria de feel
good. Tenemos tanto miedo al dolor, al fracaso, a la soledad, entre otras cosas
porque están estigmatizados socialmente, que la posibilidad de hacer arte sin
esfuerzo y de que el éxito esté garantizado se propagó como una nueva religión.
Esta conducta de evasión social ha permeado en la creación y la educación
artística, todo lo que hacen los artistas VIP es arte porque vivimos “un cambio
de paradigmas y de percepción” enfatizando que un “alto nivel de exigencia
inhibe a la creatividad”. Es el paraíso recobrado acabar con la disciplina del
arte y que el curador y el académico sean “líderes que aplican metodologías en procesos
de formación” para determinar que un agujero en la pared es arte.
La
descomunal autoestima de Sarah Lucas al exponer unos huevos fritos en una mesa
en la Royal Academy, o la manzana en un pedestal de Yoko Ono en el MoMA, es más
grande que el museo, definitivamente las dos deben sentirse “geniales”. ¿Y cómo no iba a ser? No es una rareza el
vecino cantador, se empecina en su guitarra y en su torpe interpretación pero
si decidiera ser artista VIP lo tendría ganado. El regalo de la autoestima es
no conocerse a sí mismo, invita a quedarse en la acolchonada versión que el ego
nos da de nosotros. Considerar, comprar y hacer obras del estilo VIP es entrar
en esta industria-secta, es pertenecer a un grupo de optimistas ganadores,
sentirse exitosos, que habitan en un mundo perfecto y feliz en donde es posible
que una hilera de clavos sea arte. La crítica es un inútil antagonista, es un
anacronismo enfermo buscar en la obra un camino de conciencia, de investigación
de la psique y aceptar que las expectativas nunca coinciden con la odiosa
realidad. ![]() |
Sarah Lucas |