En El martirio de
Santa Úrsula retoma el mito de la princesa virgen que es asesinada por el
rey de los hunos. En la pintura, Caravaggio reinventa la dramatización de la
escena para mostrarnos al responsable. El rey esta de frente y en un hecho
absolutamente irreal e improbable, dispara a unos pasos de distancia la flecha
que atraviesa los senos de Úrsula. Ella mira cómo la flecha la penetra, es el
instante previo a su muerte, no hay sangre, no hay herida. La ve con extrañeza,
nos damos cuenta de que su ignorancia la hace virgen. Úrsula es alcanzada por
la muerte antes que la comprensión de su propio asesinato, muere sin saber qué
está pasando, por qué la muerte llega de esa forma. En cambio, él asesino si lo
sabe; él vivirá consciente de lo que hizo. Observamos al rey, conocemos su
rostro; él y nosotros sabemos qué ha hecho. La delicadeza de la actitud de
Úrsula contrasta con la penumbra en la que Caravaggio rodea a la escena, ella
viste un espeso lienzo rojo, metáfora de la inmensa atrocidad que está
sucediendo. Los brazos del rey conservan la posición del reciente lanzamiento,
su mirada sigue el trayecto de su ofensa, se asegura de haber dado en el
blanco, de haber matado con certeza. Caravaggio mismo presencia la escena
detrás de Úrsula, clama al cielo conteniendo las lágrimas, incapaz de protegerla,
dejándola cumplir su destino.
En La decapitación de
San Juan el crimen está cargado de saña y, de nuevo, saber lo que sucede
hace más cruel a la tragedia. El verdugo somete a Juan, lo está degollando como
a un cordero, aun trabaja en desprender la cabeza, sabe matar y sabe empuñar el
cuchillo. Con gran sentido del drama, el pintor altera la anécdota y pone a
Herodes señalando la bandeja en dónde deberán depositar la cabeza. La pobreza
del verdugo contrasta con la elegancia de Herodes, los dos son autores del
mismo crimen, y sin embargo, no son iguales. En uno el asesinato es oficio, en
otro es la investidura de su poder. El que ordena la muerte es tan criminal
como el que la ejecuta. Juan tiene un rostro apacible, murió sin poner
resistencia a su lento martirio. La criada de Salomé que se lleva con pesar las
manos a la cabeza, es la anagnórisis de esta tragedia. En un ángulo del cuadro,
en la oscuridad de un lugar sin arquitectura, desde una ventana enrejada, dos
hombres presencian el sangriento espectáculo. Es una historia de testigos, de
culpables, de cómplices. La muerte despoja de memoria, dejamos de existir y
dejamos de recordar. El que vive con sus pesadillas es el asesino, el que
señala la bandeja para que posen la cabeza, el que dispara la flecha, el que
hunde el chuchillo. Los testigos también se llevan a esa muerte, la cargan, la
maceran en su interior, son parte de la violación.Saber y no actuar nos involucra, nos hace responsables. Entender que somos capaces de atrocidades advierte o incita, la abominación sucede en un instante. Úrsula y Juan están indefensos ante la violencia, porque mientras el asesino sabe cómo actuar la víctima siempre ignora, desconoce, está ante un evento que no propició. La pasividad ante el crimen es complacencia con el poder. El que no se solidariza con el inocente, se identifica con el crimen, la barbarie despierta afinidades y lealtades. En estas obras Caravaggio reinventa la composición y la historia para darle espacio y rostro al sacrificio, sabe que la víctima desaparece y eso la condena al olvido, pero el verdugo, el asesino se queda aquí, entre nosotros, no lo olvidemos. Recordar es una forma de castigo.
Publicado en Laberinto, Suplemento Cultural de Milenio Diario, el sábado 19 de enero del 2013.