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Pieza de Donald Judd, 425 mil dólares, en Art Basel Miami. |
Entramos a un museo con la actitud que el recinto
impone: guardamos una distancia, nos dejamos envolver por la atmósfera cultural
que dicta respeto. Una exposición tiene sentido temático y si es de arte contemporáneo,
además tiene una serie de fines sociales, didácticos y morales. Una feria de
arte como Art Basel Miami cambia esto por completo, son las mismas obras, pero
aquí las galerías no ponen una cédula a la entrada que nos dé una visión
poética u ontológica de lo que están vendiendo. El concepto y las grandes intenciones
se limitan al precio y a la fama del que firma la obra. Las obras más
mediáticas no son trabajos autorales en el sentido de la unicidad y
particularidad de la obra, son firmas de artículos de lujo, que generalmente se
fabrican en serie, como los letreros de Jenny Holzer o los objetos tipo tienda
de regalos de Murakami. La feria es un
gran centro comercial del nuevo lujo excéntrico con precios estratosféricos nada
metafísicos, ontológicos o reflexivos. Hay galerías que venden obras de acervo,
que son una inversión y que pueden formar parte de una colección seria: Freud
en pequeño formato por 5 millones de dólares y Bacon por 16 millones de
dólares. La buena pintura actual casi no estuvo presente. Esta mega tienda de
lo contemporáneo tiene establecidos sus criterios: la mayoría de las galerías
venden lo que la moda dicta.
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Cédula de la obra. |
Es significativo ver cómo la obra se transforma dependiendo
si está en un museo o en una feria de estas dimensiones. Aquí la obra forma
parte de la oferta de una galería y no tiene un curador que se haga una reunión
de objetos que establezcan un diálogo, o lo que se necesite para aceptarlas
como arte. La solemnidad con la que las obras son abordadas en un museo, en los
textos de los críticos que ven en un montón de cables enredados con focos
colgando “intersecciones culturales, deseos de reunir hibridaciones de ideas”
se eclipsa ante la irreverencia mundana del ambiente. La comercialización
desacraliza a la obra, la despoja de las pretensiones que le otorgan el curador
y la institución cultural. En la feria lo único que impone su autoridad es el
precio y el público expresa su opinión porque sabe que es parte del
espectáculo. Se fotografía con las extravagancias, en las ametralladoras de
gelatina, en la concha gigante ideal para decorar un restaurante de mariscos,
en el ensamble de animales disecados. ¿Qué es lo que cambia si la obra es la
misma que se exhibe en el museo con grandes discursos? Que aquí manda el
dinero. Lo que en un museo no se puede tocar aquí el galerista lo descuelga,
deja que el posible comprador lo manipule. El galerista ocupa el lugar del
curador, y el concepto se reincorpora como slogan de venta. Se puede observar
lo que decorará la casa de Will Smith que se paseó con guardaespaldas por los
stands, provocando un caos que ninguna obra causó. Estas obras que hacen de su
concepto y de sus valores morales el sentido de su existencia, se reducen a una
lista de precios. Esa es su verdadera aura, lo que cuestan.