sábado, 1 de septiembre de 2012

DOLOR.

Gregorio Fernández, Cristo Yacente. 
 La insatisfacción nos arroja a la promiscuidad. El dolor, no como fatalidad, sino como recurso de la existencia se deviene entre el placer y el misticismo, entre las fantasías y las creencias. El dolor toma el espacio de la vida, es absoluto, donde entra no deja sitio para otra sensación, para otro pensamiento. Las emociones son subjetivas, no pueden medirse, se expresan para demostrar que son reales, el arte les da forma, las materializa, crea símbolos para que entendamos cómo estalla el tormento dentro del ser. El sentido del castigo es del infringir dolor, en su severidad y crueldad está su medida. Las esculturas religiosas del barroco español, impartían su lección a los fieles a través de la representación de un dolor físico insoportable: imágenes sangrantes, llagas purulentas, músculos abiertos, espinas, cilicios, látigos, clavos. El mármol o el bronce no daban esa veracidad, ese realismo impresionante que hiciera que las dudas se disiparan y el entendimiento se cegara ante el dolor de una persona. La escultura evolucionó a la policromía, a las maderas estofadas y pintadas con detalle morboso para dar más veracidad. Gregorio Fernández y Luis Salvador Carmona inventaban la anatomía del sufrimiento. Santas con senos mutilados, Cristos encadenados, cuerpos yacentes entre sus miserias.
Balthus, Lección de guitarra. 
 El dolor es el vínculo trágico entre el placer y el misticismo. La promesa del suplicio excita, invita a los excesos, a no poner límites a una insatisfacción que siempre tendrá apetito. Los creyentes quieren ver más sangre, más angustia, y los libertinos quieren vivir más, sentir que existen a través de los martirios que su cuerpo pueda soportar. La promesa del suplicio es tentación y es advertencia, la posibilidad de vivirlo, de que existe, detiene o motiva. La Lección de Guitarra de Balthus, la maestra castiga con ferocidad a la alumna y al mismo tiempo la masturba, la hace gozar mientras la reprende. La complejidad de la composición logra unir la trasgresión del cuerpo como una manifestación de su realidad tangible. Sufre, entonces existe.

Goya, Desastres de la Guerra. 
 Los creyentes besan las heridas de los santos, como Dolmance, que en la Filosofía del Tocador del Marqués de Sade, se jacta de besar las marcas de su violencia: “Entre más ardientes son mis besos las cicatrices son más crueles”. El verdugo tiene un dominio de su víctima que le permite someterla para desahogarse: en los grabados de los Desastres de la Guerra de Goya los cuerpos mutilados están desnudos, la decapitación fue la culminación de una larga orgía. La degradación que implica el dolor es la que orilla a dejarse llevar, esa humillación delata la vulnerabilidad del ser, la fragilidad corporal y la inestabilidad de una voluntad que cede al menor roce. Dice san Pablo “No soy yo, es mi carne”.
Benjamín Domínguez, El juego de las Decapitaciones. 

En las pinturas de Benjamín Domínguez, el martirologio se carga de fetichismo, de lenguajes. Está el ritual de la procuración del gozo con las armas de la tortura: personajes que llevan cabezas cercenadas en sus manos, vestidos con trajes de cuero negro, con clavos, máscaras. No son ellos mismos, son otro, alguien entregado a sus sensaciones y las del que sufre, del cómplice o la víctima de sus excesos. 
José de Ribera, Prometeo. 
El Prometeo de José de Ribera, que grita contorsionado mientras las bestias desgarran su carne desnuda, la gravedad de la desobediencia se manifiesta en la desnudez, en la piel expuesta para ser martirizada. La piedad y la compasión, la identificación con el dolor del otro se trastoca al punto de hacer de esa comunicación un camino para el gozo del que inflige el suplicio. Este vínculo sensorial nos deja llevar en nuestro propio ser los padecimientos del otro, entonces procurar el dolor se convierte en un apetito. Eso explica la existencia un provocador y un depositario. 

Bacon, Three Studies of the Human Head. 
Las bocas aullantes de Bacon, abiertas hasta la deformación, gritando, vaciando un interior que se ahoga con un sufrimiento invisible y descomunal, sus cuerpos que son masas de carne, la última consecuencia es la aberración, el ser irreconocible, poseído por un padecimiento que lo domina todo, expulsado de sí mismo por su propio dolor. Metafísico, ascético o libertino, sabremos cuánto fuimos capaces de soportar, una vez que haya cesado.

Publicado en el Suplemento Cultural Laberinto, el sábado 1 de septiembre del 2012.