sábado, 26 de febrero de 2011

CONFERENCIAS AVELINA LÉSPER

Segundo Coloquio de Arte y Decodificación Visual

Instituto Cultural Helénico.

Coordinación: Dra. María Cristina Ríos Espinoza.

Sede: Capilla Gótica del Instituto Cultural Helénico.

2 y 3 de Marzo del 2011. 4:30 pm

Avenida Revolución 1500 colonia Guadalupe Inn.


OFENSA CRIMINAL

“Esto fue una ofensa criminal. Yo no voy a la casa de alguien y le rompo la mesa del café y le llamo a eso arte” Declaró muy molesta Tracy Emin cuando los artistas chinos Yuan Chai y Jian Jun Xi iniciaron una guerra de almohadazos con los cojines de su obra, My Bed, expuesta en la Tate Modern en 1999. Los artistas fueron detenidos por la policía, acusados de atentado criminal contra una “obra de arte”. Yuan Chai declaró en posición de ataque marcial “Somos Kung fu-artistas, queríamos hacer una obra a partir de la Emin”. La interacción, la idea de que el trabajo artístico está en proceso porque el espectador va a terminar la obra, es parte del discurso retórico que acompaña a la mayoría de las obras de arte contemporáneo, pero cuando sucede una acción alrededor de la obra, como en este caso, resulta que esto es intocable, acabado y que el espectador no se puede acercar porque le caen a golpes. Haciendo énfasis en que los citados chinos son artistas, es decir son consecuentes a la teoría que este arte establece de que tienen autoridad de intervenir una obra y transformarla sin que sea un delito. La mayoría de estas obras apuestan al escándalo como único valor estético, o la explotación del equivoco, -como es el caso de Duchamp, un urinario de cabeza en un sitio inusual- y supone que esto motivará al espectador a reaccionar y reflexionar. En otra ocasión estos Kung fu-artistas decidieron que el urinario de Duchamp era una invitación y se orinaron en el que está expuesto en la Tate. El museo declaró: “Dos artistas rompieron la placentera visita del público atentando contra una obra y contra nuestro staff”. Orinarse y darse de almohadazos no es arte, pero tampoco lo es una cama sucia o un urinario, entonces ¿por qué lo que los chinos hacen es un atentado criminal? Lo que nunca especifican es hasta donde se puede reaccionar y si es válido hacerlo ante la provocación o el insulto.

En el National Antiquities Museum de Suecia, los artistas Dror Feiler y Gunilla Skold hicieron una instalación en homenaje a una terrorista palestina que asesinó con una bomba a 21 personas e hirió otras 54. Llenaron el estanque del museo de agua roja, para que pareciera sangre y colocaron en un barquito la foto de la terrorista. El embajador de Israel, en protesta por el enaltecimiento al terrorismo, arrojó al estanque una de las lámparas que iluminaban la escena y provocó un corto circuito en la galería. ¡Bingo! Los artistas y las autoridades del museo se quejaron de censura e hicieron su show de incomprendidos ante los medios.

El asunto es que si deliberadamente escandalizan ¿Por qué se indignan con la reacción? Porque la indignación es un montaje, es el oportunismo de manipular la provocación para ser noticia con algo sin valor intelectual y estético. La realidad es que estas obras aspiran con sus incitaciones a ser carne de titulares. La reflexión que buscan no aporta nada a sus objetivos, los aplausos son un ritual endogámico que pasa desapercibido, pero cuando surge el escándalo la obra existe, antes no. La interacción del público se debate en contradicciones y trampas, por un lado buscan que el espectador sea un admirador-bulto que se traga lo que sea y por otro incitan con temas de confrontación inmediata para llamar la atención. Todo está puesto para ser infringido o violado: los materiales carecen de valor, la factura es inexistente o de ínfima calidad, muchas son obras efímeras o de ver y tirar a la basura, otras son insultos directos y gratuitos, enaltecimiento de la violencia o del morbo, etcétera, etcétera. Si el espectador es educado, sabio y accesible, como se supone que debiera de ser, la obra pasa al olvido y de ahí la bodega de reciclaje. Si el espectador cae en la trampa y reacciona, toca, manipula, se enfurece o se ríe, la obra existe y ¡oh paradoja! el artista se siente humillado y exige respeto. Por eso los chinos cometieron un atentado criminal, porque pusieron en evidencia que lo peor que le puede suceder a este supuesto arte es que el público reflexione y que sea “sensible” y acepte las obras como objetos de contenido intelectual. Seguir la sentencia de Yoko Ono de “tocar solo con la mente” los lleva al abismo del olvido.

Publicado en el Suplemento cultural Laberinto, de Milenio Diario, el sábado 26 de febrero, 2011.

sábado, 19 de febrero de 2011

LA LUZ SE ENCUENTRA CON LA LUZ


En la película de Fellini el Satiricón, basada en la novela libertina de Petronio, los personajes Encolpio y Ascilito, quedan inmortalizados en un fresco, son jóvenes hermosos que han vivido de sus pasiones, que se han dejado llevar por sus apetitos y al final alcanzan la gloria al inmortalizar sus rostros en una obra de arte.
En el Museo Metropolitan de Nueva York recientemente terminaron de instalar y restaurar la Villa Publios Fannius Synister de Boscorale en Pompeya y de concluir el estudio de los muros que están pintados al fresco. También reúnen con realidad virtual los fragmentos de esta villa que están dispersos por otros museos del mundo.
Esta Villa fue devastada por la erupción de Vesubio en el año 79 de nuestra era, que dejó sepultada en ceniza una civilización. En el Satiricón, Petronio narra como Encolpio y Ascilito pelean por un niño al que comparten como amantes, en esta aventura entran a una villa donde un matrimonio acaba de suicidarse, él cortándose las venas y ella envenenándose, la villa es, en su descripción, como la que han reconstruido en las salas de MET.
Los muros de estas villas eran pintados al fresco por artistas traídos de diferentes lugares de Europa mediterránea y del norte de África. Los colores, la técnica y los temas tenían siempre un significado y una implicación social. En el Tratado de la Belleza de Plotonio se afirma que la belleza apela fundamentalmente a la vista, y después al resto de los sentidos, por eso las villas eran decoradas con pinturas en cada una de las habitaciones, las personas necesitaban convivir con algo bello que los arraigara a su existencia, que le diera sentido a su estancia efímera en esta realidad.
En la villa Synister en las paredes vemos los retratos de los dueños de la casa, hay guirnaldas de frutas, colores brillantes y personajes que cuidan y amparan el entorno. Estos son retratos de dioses llevan alas, y colocados a cada lado de una puerta, dan la bienvenida y despiden al visitante. Esto seres alados, que nada tienen que ver con la iconografía cristiana, son mensajeros que anticipan lo que está por venir. En otro muro, representando el amor por la ciencia y el conocimiento, está un estudioso, tal vez un filósofo, que sobre pergaminos escribe y razona, envuelto en su túnica, el fondo tiene color rojo que representa el poder adquisitivo de los dueños. Este color era de los pigmentos más costosos de obtener, de hecho los artistas no tenían acceso directo a los pigmentos, el responsable de la casa era el que los resguardaba y distribuía.
Los artistas que pintaban estas villas firmaban sus obras con algún símbolo que los identificara, mascarones o animales. Muchos de estos murales simulan arquitecturas dentro de la casa, columnas, ventanas con vistas a jardines, hasta espacios inexistentes o fabulosos. Entre los frescos del área este y oeste, en el cubículo de la recamara, tienen pinturas de ciudades, palacios con sus calles y jardines con fuentes. Esta prolongación del exterior al interior otorga a la casa una realidad virtual escénica, lo que hay afuera es parte de la memoria y es el arte el que hace extraordinario este presente cotidiano.

La recreación en los muros de la arquitectura, dioses, la naturaleza de los jardines y frutos que se enredan en guirlandas, es un ejercicio filosófico de análisis de la forma y su replanteamiento en el espacio. La valoración de qué es lo que debe entrar en un recinto privado y cómo debe poseer ese ambiente es sobre lo que trabajaban estos artistas. Los dioses y sus escenas son una declaración de principios estéticos y éticos. Si en un fresco recrean en colores dramáticos a Medea cuando está a punto de asesinar a sus hijos, enloquecida de amor, odio y celos, los muros de esa casa son las pasiones mismas de sus habitantes, las emociones a las que veneran porque les temen.
En los muros de una casa los símbolos están fuera de la concepción de adornar, no es una forma de llenar el espacio y de olvidarse de su presencia, dejando pasar el tiempo sin hacerse cargo de las imágenes que cubren los muros, los frescos son la búsqueda de armonizar la existencia con la cotidianeidad de la belleza, de relacionarse hasta en la más esencial intimidad con el arte y describir la naturaleza de los que habitan esa casa.
En uno de los muros está Venus resplandeciente surgiendo del mar, rodeada de un cielo azul y el agua casi verdosa, en el otro extremo Baco, el dios del placer, se inclina sobre una joven mientras en otro muro se tocan las Tres Gracias. Esta casa está habitada por belleza, placer y sensualidad, son los dioses guardianes de esos muros los que traerán a los habitantes el regalo de la luz que ilumina sus muros para atraer más luz.
Publicado en la Revista Antídoto

sábado, 12 de febrero de 2011

DÉSPOTAS Y MEDIOCRES


DEL TRABAJO Y LA OCIOSIDAD.
El trabajo es el gran valor del arte y de las sociedades que buscan la valoración de los individuos por sus méritos. La Revolución Francesa fue el primer movimiento social que estableció que los nobles no tenían virtudes por encima de los ciudadanos, y que tampoco tenían privilegios superiores. Estas virtudes, como lo es la gracia cristiana, eran dadas por dios. La guillotina demostró con filosa certeza la falsedad de estas ideas. El arte y el trabajo son intrínsecos, el artista hace. Sus obras son resultado de aprendizaje, largas meditaciones, bocetos, ideas que corrigen o tiran, que llevan a una cadena de búsqueda y pruebas que desemboca en una obra, que la final puede ser fallida o exitosa. Esto es, trabajo. Miguel Ángel les decía a sus asistentes como único consejo estético: Laborare, laborare.
Llegó el arte contemporáneo y sus artistas son la nueva tiranía moderna que no trabaja y cuyo estatus de artista es un designio divino, metafísico. Ellos solo piensan, son como la corte de María Antonieta que vivía en la ociosidad porque eran privilegiados y resultaba una bajeza el trabajo. No tenían que aprender nada, no tenían que saber nada, se jactaban de su ignorancia, de su displicencia, se burlaban de los necios que se empeñaban en buscar el conocimiento, y por eso llegó la revolución sin que supieran bien que estaba sucediendo. Condenarlos a la guillotina fue una medida de salud pública, como estipuló Robespierre, para impedir que la sociedad siguiera enferma.
Aprender a dibujar es un camino largo, pintar un lienzo es intentar resolver un problema, habitarlo, rasgarlo con el color o la forma; ser artista contemporáneo no es el resultado de una formación, pues se materializa por decreto, como la nobleza, como las dictaduras, porque pueden hacerlo. Ya lo analizó el Marqués de Sade, el abuso del poder es la forma de demostrar quién manda y de ejercer el despotismo sobre los demás. El arte es lo que un grupo decida y es una imposición que debe acatar el resto que se queda fuera de su círculo. Este artista, privilegiado, ocioso, arrogante, tiene el apoyo institucional y del mercado para ejercer el poder, sin la sucia intromisión de la actitud crítica de los que observan. Para los dictadores y los nobles, la crítica que no es su cómplice, es su enemiga. La crítica de arte se somete al sistema de producción como al partido en el poder: aceptando y divulgando el discurso oficial. Por gracia de su situación de artistas, como los nobles absolutistas, sus enfermedades o vicios, su inclinación por la vulgaridad, el enaltecimiento del racismo o la violencia, la denigración del erotismo y la sexualidad, hasta las ocurrencias elementales y sin inteligencia, resultan ejemplares y admirables. Este artista no toca la obra, no la realiza, toma lo que sea y lo convierte en pieza de museo, manda hacer sus obras a otros que llama “artesanos”. Si se involucra en la factura dictamina que sus decisiones son correctas, que el resultado siempre es arte y que no está sujeto a una jerarquía de valores que cuestionen el contenido, el resultado de la obra o la calidad. La obra valida al artista como tal en la medida que menosprecie el mérito del trabajo. El trabajo es denigrado, las clases inferiores trabajan, el artista que hace es inferior al que piensa. Reduce el trabajo a una actividad que no implica proceso intelectual. El desprecio no solo abarca a los artistas verdaderos, es una ofensa a la sociedad trabajadora en general. El artista es un absolutista incuestionable. Eso es comprensible, los cuestionamientos derrumban dictaduras y llevan nobles al exilio o la guillotina.

DE LA BANALIDAD DE LAS IDEAS.
La forma más efectiva para distraer de los problemas más serios es abordarlos con banalidad y frivolidad. Reducirlos a su mínima expresión. El arte contemporáneo es un predicador de soluciones para cambiar al mundo. Soluciones infantiles, superficiales, que hacen que el problema se vea casi inexistente. Por eso el poder convive con gran comodidad con estas obras porque hacen del arte una ONG del discurso oficial. Sus transgresiones son berrinches adolescentes, la visión de mundo es simplista. Si algo como el narcotráfico se ha reducido a parafernalia costumbrista, si la desigualdad social brutal y cruel que tenemos son paredes cubiertas de pan, si el poder y el imperialismo siguen siendo orejas de Mickey Mouse, logos de empresas multinacionales, si la violencia intrafamiliar y machista son platos con palabras escritas y una cerveza en una mesa, pues que mantengan a los artistas porque sus críticas son tan blandas que representan un placebo cómplice y entreguista.
Recortes de periódicos, encabezados de diarios, el discurso del arte tiene un nivel inferior al de un trabajo escolar de secundaria. Esta banalización de los problemas es un síntoma de la poca implicación social que tienen. El arte contemporáneo es, por encima de todo, elitista. Pretender que la sociedad tiene que pagar y aplaudir porque alguien se orine en público, o acepte que un bloque de cemento tiene cualidades supra físicas, es arrogancia social y lo que denuncia es su sentimiento de prepotencia ante su condición artificial de artistas. Esta minoría de edad intelectual en la que se asientan los artistas resulta una ventaja para el Estado, porque le da la coartada de que apoya al arte y a sus “nuevas expresiones” -que ya tienen cien años, todas- y mantiene adormecida a la verdadera conciencia colectiva. La injusticia y la violencia en las prisiones son fotos de llaveros, y demás pequeñeces personales, es una obra que pagan gustosos un banco o un corporativo, porque su frivolidad encubre las verdaderas intenciones de evasión de impuestos y posicionamiento social que necesitan para tener más poder. Por eso todas estas obras que se supone que hacen crítica y que son predicadores light de la “realidad social” son patrocinadas sin problemas por los oligarcas, porque nunca son incómodas al sistema. Este arte es la droga más sofisticada que se ha inventado, tiene anestesiada a la sociedad, y hace alucinar a sus adictos haciéndoles creer que son artistas. Y como en la guerra del opio: dales más, hazles creer que lo son para que no piensen. Si algo sostiene al poder es tener ciudadanos que no cuestionen, que vivan en la comodidad del silencio y la ignorancia.

DE LA MANIPULACIÓN DEL PENSAMIENTO.
El gran discurso retórico de este arte es: “Si no te gusta es porque no entiendes”. Es el despotismo de un grupo sobre la sociedad entera. El aparato burocrático que exige es para una minoría que desecha el parecer de la sociedad ante sus pobres resultados. La sociedad que paga los museos con sus impuestos, está marginada de las manifestaciones de estos artistas, porque no está calificada para presenciarlas. Este arte es antisocial. Para el poder la voz popular es una pesadilla, porque por elemental matemática los desprotegidos, siempre son mayoría, y esto es un espejo que nunca hay que mirar. Los que están fuera de los beneficios del poder somos casi todos, y esos no deben tener ni voz ni presencia. El sistema del arte contemporáneo es igual, con su poca vocación social, que explota recursos, necesita infraestructuras complicadas, crea obras efímeras que expolian a las instituciones y no crean acervo, lo que menos quieren es que le gente opine sobre sus resultados y lo que hacen. Entonces los descalifica, no tienen ni la preparación, ni la inteligencia, para exponer su opinión. Todas las obras son válidas, pero ninguna crítica es válida. Elogios, como a los reyes, bendiciones como a los príncipes, dinero como la los bancos. Eso es lo que necesitan.

DE LA EXALTACIÓN DE LA SOCIEDAD DE CONSUMO.

"Rich people decided in the beginning of the year that they had plenty of money to spend."
Marc Porter, presidente de Christie's America.
El consumismo es la libertad del capitalismo. Tener el poder adquisitivo de consumir, comprar es lo que reivindica a este sistema económico. Comprar es el orgasmo más correcto que se puede tener: sin contacto físico, sin riesgo de contagio de enfermedades y además es recompensado, porque el que compra vale lo que gasta. En la pirámide del capitalismo, la pobreza es un crimen y la riqueza es el pináculo de la gloria. Lo que consume una persona es una carta de presentación. El arte contemporáneo ha llevado el consumo a límites que antes nadie hubiera imaginado. El alarde de riqueza que da pagar por basura precios estratosféricos es una de las demostraciones capitalistas de más violencia y agresividad social que existen. En la compra no interviene el gusto o el placer de mirar una obra, interviene el precio, la relación de fatuidad y costo. La demostración burguesa de imponer el mal gusto porque el que decide la moda es quien puede pagarla. Los precios se disparan por cosas que en su valor real y objetivo es de apenas unos dólares, pero lo que lo lleva a cotizarse en millones es la especulación y el capricho. No es una revolución estética. Es una infraestructura comercial en la que se suben los precios para imponer un estatus de valor inexistente. Este arte representa lo que cuesta, lo que alguien estuvo dispuesto a pagar, ese es todo su valor. El Estado invierte como un alarde de su bonanza económica, y pagan obras que nunca representan acervo, el dinero se despilfarra en obras efímeras o invisibles. Hay que comprar más porque de lo expuesto nada queda, creando una cadena de consumo que se evapora pero que demuestra que ese gobierno invierte. Esto es moda y su sistema de marketing funciona igual que en los objetos de consumo, entonces los artistas tienen que ser nuevos, en eso estriba la obsesión con la juventud o la novedad. Todas las obras son en esencia iguales, así, por lo menos la persona sea diferente. Vemos desfilar artistas que de un año a otro desaparecen de los catálogos, que su única misión es ofrecer algo un poco más shockeante, más vulgar, etc., porque este sistema los hace desechables. EL arte deja de ser para conformar una visión evolutiva de las sensaciones estéticas del individuo, se convierte en un consumo que se debe satisfacer como la ropa o los coches, y entre más extravagante y más caro más encumbra socialmente al comprador. Si pagan por mierda, por qué cosa no serán capaces de pagar.

Publicado en Revista Replicante

LIBRO DE ARTISTA

Guillermo Arreola, óleo sobre catálogo.

Un libro de artista es un lienzo más, un soporte que literalmente sufre sobre sus páginas la obsesión de creador por aportar una nueva realidad a lo establecido, por exprimir sus páginas, transformarlas, inventar sobre lo ya inventado para trascenderlo. Guillermo Arreola tiene esa obsesión del que destruye para lanzar a otra dimensión un libro de moda o arte. Toma una serie de radiografías que traslucen enfermedades y las trata como las páginas de un cuaderno y pinta sobre ellas, oculta la putrefacción del cuerpo con colores y la desgarra con punzones para marcar con cicatrices la pintura. Uno de sus libros de artista no recuerda su impresión original, el papel denuncia un catálogo, en las primeras páginas los colores se restriegan, ocres, azules y grises, se debaten entre rayones, manchas casi orgánicas. La página que continúa está rota en un medio círculo, el borde del papel está ahumado con carboncillo y con tinta, es el boquete en una pared, la llaga del papel. Cada página es una obra autónoma, los tonos que explotan en sus páginas son los colores Velázquez, la oscuridad de los interiores que contrasta con la piel enferma, pálida por vivir entre paredes de piedra, y los terciopelos densos de la ropa. Arreola pinta con los dedos, con pinceles y trapos para cruzarlos con rayones de alambres, la composición del color es un pleito, una catarata furiosa. Y el libro no soporta estar cerrado, es para abrirse, para colgarse y tener pesadillas.

Guillermo Arreola, óleo sobre catálogo.

En artistas como Picasso o Bacon no existía la posibilidad de que un libro de su biblioteca, que rodaba por el piso y en mesas de trabajo, no fuera trasformado y alterado con sus pruebas de color y bocetos. Al embarrar los óleos y trazar ideas sobre el papel couche, redibujar lo pintado, dejan sus huellas y la inteligencia de sus trazos, hacen obras de simples pruebas. Los libros son para cogérselos, para violarlos, para hacerlos añicos, para inventar con ellos otra vez el mundo. A los catálogos pretenciosos de los artistas contemporáneos, que no contienen nada relevante, que repiten diez veces las mismas imágenes fuera de foco (aspecto de banqueta, colilla de cigarrillo, obra inconclusa, documentación en proceso, etcétera, etcétera), que además cuestan una fortuna, deberían de anexarles otras sugerencias de uso para justificar su frívola existencia: asiento, tabla para poner objetos calientes (como sugiere Anxo Varela), cuña para calzar una mesa.

William Kentridge, enciclopedia.

William Kentridge convirtió en fábula una enciclopedia del siglo XIX, pegando en sus hojas una serie de siluetas recortadas en papel negro. Las figuras desfilan sobre las letras: un hombre carga una piedra, dos esclavos llevan a su ama sobre un baldaquín, la bocina de un fonógrafo camina en dos piernas, una madre sacude a golpes a su hijo. Es una corte de piltrafas, esperpentos, bailarines, rebeldes y cargadores de toda clase de objetos que se dirigen al abismo del final de las páginas por el qua van a desbarrancarse, cantando, hipnotizados por su guía, un torso que se sostiene en un par de muletas. Los cuadernos de apuntes, las libretas de bocetos son un diario que desnuda hallazgos y frustraciones, se convierten en obras cuando sus páginas se agotan, se llenan de observaciones, dibujos, colores, y aquí, como en todo el arte, el verdadero talento sale o denuncia las tristes limitaciones del artista.

Los mil dibujos de Tracy Emin, que se supone son bocetos de sus cobijas bordadas, son un bloque de papel que apenas se puede cargar y que contiene mil rayones que podrían haber decorado los baños de una escuela secundaria. La intervención es lo que pone de manifiesto el saber hacer, que proviene del conocimiento de la naturaleza del objeto. Los libros que agujeran, que escarban, esa acción vandálica de termita armada con una navaja, en donde la mutilación resulta ser la obra, no trasciende al objeto como soporte del arte, lo inutiliza, es el soporte de la ociosidad de alguien.

Los libros de los pintores son una incitación a la intromisión. En revancha, homenaje o aprendizaje están pintarrajeados, conquistados. Esas manchas, esa desesperación de encontrar los colores de Rembrandt pintando sobre las páginas, asusta, porque no basta con cerrarlo y olvidarlo, conseguirlo es dominarlo. Verlos es entrar a una intimidad que sucede durante la creación, que es el momento en que más se ama y más se odia.

Publicado en Laberinto, de Milenio Diario, el sábado 12, 2011.

miércoles, 2 de febrero de 2011

LAS CULPAS DE ALMA LAS PAGA EL CUERPO.


Alejandro Montoya, Judith Retante, grafito sobre papel.
Vísceras, músculos, sangre, fluidos, huesos y grasa en el centro que nos gobierna. No hay misterio, somos materia perecedera que se entrega a pasiones, vicios, virtudes. De poco sirve descuartizarnos, en este contendor no aparece rastro de influjo divino. Esta naturaleza sin enigma es oracular: el nacimiento de un niño con dos cabezas anuncia tratados con naciones rivales, comerse al enemigo vencido da fortaleza y sacrificar vírgenes traerá fertilidad a la tierra. Para Cicerón “estos prodigios nada de extraordinario tienen”.
Alejandro Montoya, grafito y tinta sobre papel, 2008

En la exposición colectiva Carne en el Museo del Arzobispado mezclan una visión transgresora y seria con otra superficial y complaciente de la fatalidad de nuestra naturaleza. Inicia con tres piezas que destazan con valor, belleza y sin piedad a esta mísera condición: una escultura en madera de Reynaldo Velázquez, con dos penes, dos manos y dos torsos entrelazados, madera suave, tallada con obsesión amorosa; el óleo de Arturo Rivera, La Herida: una joven nos mira llena de rabia, se abrió en vientre con un vidrio que sostiene en las manos, la tajada roja en relieve y sangrante es menos cruel que esos ojos que no tienen pudor para el dolor; y de Daniel Lezama, El Árbol de Color, una pintura de gran formato: una familia de indígenas desnudos, en un ritual ungen de color el cuerpo de una parturienta, un vientre a punto de arrojar un ser sin nombre y sin pasado, un árbol tiene colgados en las ramas luces con los mismos colores de los pigmentos embarrados en los cuerpos de la tribu, esta agonía sucede ante la presencia de Lezama desnudo, flotante, intruso.

Arturo Rivera, Plato, Óleo sobre lienzo.
Dentro de la salas la curaduría es caótica. Por un lado la obra de Alejandro Montoya, un dibujante de excepcional talento, con una capacidad de observación escalofriante, que reproduce la impureza de la putrefacción con deleite y escarnio, dibuja ratas que sacrifica en trampas, descuartizadas, recién nacidos alados, que se hinchan y deforman sin haber vivido y una hermosa asesina, Judith, de culo invitante y terso. Pero sin razón clara entran en la escena las obras de Sergio Garval. Es un placer la pintura de Garval, con sus personajes desquiciados entre basureros y carros inservibles, sin rumbo, perdidos; es una oportunidad verla aunque no tenga un hilo al que asirse en esta exposición. Los autorretratos de Gustavo Monroy, con la técnica de los íconos ortodoxos, su cabeza cercenada en medio del desierto, devorada por hormigas que entran por las heridas y los oídos, otra con la palabra LOT tallada en la frente con una navaja, en las capas de pintura se aprecia la profundidad de la pincelada que se mete, que corta. Sagrados Alimentos de Arturo Rivera, la cabeza de una liebre se desangra en un plato y las huellas digitales del pintor impresas en las salpicaduras de sangre.
Arturo Rivera, Carne/la Herida, óleo sobre lienzo.
Estas obras “dialogan” con fotos literales, con puestas en escena falsamente dramáticas y con poco virtuosismo en el uso del photoshop: mujeres con fetos en el vientre, fetos en frascos, cuerpos en fotomontajes. La fotografía cuando es pretenciosamente impactante resulta puritana y fácil porque evidencia que el fotógrafo nos quiere impresionar, entonces delata un ojo poco inteligente y sin osadía. Estas fotos son naif y sobran al verlas contra las pinturas, dibujos y esculturas de esta exposición. Ya no digamos el apartado de arte objeto, que es ready-made: dos cráneos con dientes de oro, la repetición, la copia, sin argumentos, si un chiste no era suficiente, ahí van dos. En la innecesaria inclusión de objetos hay piezas de museo de Historia Natural: pequeños esqueletos, más fetos, que no aportan una visión, porque no hay un trabajo artístico de recreación e interpretación. No es interesante ver un feto, lo interesante es ver que hace un artista con esa presencia. Para restos humanos en formol están los libros de anatomía, lo que queremos es arte, no fisiología.
La curaduría debió asumir que obra tan reveladora y arriesgada como la de Rivera, Montoya, Monroy, Chorro, Velázquez, Lezama y Garval sobra rodearla de calaveritas o de obviedades superficiales. Este exceso sirvió para comparar y para comprobar que no sólo el cuerpo muere, también lo que no es arte fenece, se descompone y apesta.
Exposición colectiva Carne. Museo del Arzobispado de la Secretaria de Hacienda.