
El ojo es la lámpara del cuerpo. Mateo, VI,22.
EL orgasmo y la iluminación mística se definen con la misma palabra: Éxtasis. Para los dos estados hace falta la absoluta entrega al Otro y a uno mismo. Es la unión suprema corporal y mental, la docilidad total de un instante que transporta a un estado de gloria y plenitud. Escaparse del cuerpo y encontrar la iluminación que otorga el placer, antes de ser parte de la leyenda de los santos fue una práctica dionisiaca. Las pitonisas para comunicarse con el oráculo y traducir sus designios entraban en estado de trance o delirio. Desde esas culturas milenarias el contacto con lo divino está ligado al placer, un estado en el que no es posible controlar nuestras sensaciones corporales y las dejamos que se estremezcan libremente sin guía de la razón. El reto de los artistas era representar este placer inmenso sin la revelación de la desnudez, porque los santos, en su condición de ejemplo y pureza, negaban el contacto físico con otro ser. Ellos que alcanzaban la felicidad y plenitud en la relación mística con un ser divino y superior, al final es igual que una experiencia corporal y mundana, por caminos distintos se llega al mismo destino: el orgasmo. En la historia del arte existen dos éxtasis u orgasmos de belleza sobrehumana, el de Santa Teresa de Bernini y el de San Francisco de Asís de Bellini.
El Éxtasis de Santa Teresa, lo realizó Bernini en un momento duro de su carrera, ya había dejado de ser el gran mimado de la corte del Vaticano. El papa Inocencio X decidió que estaba mal visto que se gastara en grandes obras así que implantó un plan de austeridad que afectó a Bernini, al grado que tuvo serias dificultades para que se le pagaran deudas atrasadas por comisiones del anterior papa. El Éxtasis de Santa Teresa fue comisionado por el cardenal veneciano Federico Cornaro, para adornar su tumba en una iglesia humilde -dentro de los magníficos estándares del Vaticano- de la orden de los Carmelitas Descalzos. Santa Teresa, que pertenece a esta orden, había sido recientemente canonizada. Lo que hace deslumbrante a la escultura, es que Bernini llevó toda su madurez y virtuosismo como artista para crear el orgasmo más bello de la historia del barroco y tal vez del arte. Todas las mortificaciones y privaciones de Teresa, la angustia de los ayunos y penitencias traen la recompensa anhelada, la consumación máxima. El rostro de Santa Teresa está transido de placer, entregada a la posesión, tiene los labios abiertos dejando escapar un suspiro liberador que le nace de las entrañas, los ojos cerrados, la cabeza con abandono total de la voluntad está inclinada hacia atrás, mientras un ángel, un delicioso y promiscuo adolescente, levanta una flecha con una sonrisa lasciva y la dirige al coño de la santa, con la intención de señalarnos el centro del placer, hacernos ver que ahí, en ese sitio está la verdadera devoción y entrega del cuerpo puro de Teresa de Jesús. El ángel la va a penetrar con esa flecha, la va llevar al desmayo, a la inconsciencia, a la locura y para lograrlo Berinini esculpió con una delicadeza espléndida, una abertura entre los pliegues del mármol de su hábito, la santa muestra una vagina virginal y profunda, muestra la entrada a los más sagrado de su ser. Del techo desciende la luz dorada de los rayos del sol que entran por una bóveda perforada y oculta tras el escenario en el que está colocada la escultura. Esta maravillosa posesión es una roca de mármol tallada hasta la demencia con suavidad y detalle, creando un conjunto que desde lejos se aprecia como una orgía, una sinfonía que estalla en un fulgor. La tormenta de luz emana como los fluidos de Teresa.
El Éxtasis de San Francisco de Asís de Bellini, a diferencia del de Teresa que es el momento de la posesión, representa el instante previo a la entrega amorosa. Esta obra del renacimiento es excepcional dentro de la trayectoria de Bellini, que estaba especializado en temas religiosos. Aquí el pintor deja escapar lo que significa esta entrega ilimitada y como Francisco la espera en la soledad. La clandestinidad es el refugio del placer, el que quiere gozar se aleja del mundo. En la pintura vemos como el santo vive en una ermita, a la distancia, en el paisaje, se ve la cuidad, él buscó el placer lejos de las distracciones que pudieran desvirtuarlo. Sale a su encuentro y lo recibe mirando el cielo, con el pecho dirigido a lo alto, clamando que desea ser penetrado en el centro de su corazón, el rostro en abandono, con los ojos casi blancos ¿qué ve Francisco con esos ojos? ¿Qué alucinación se le muestra? Está al punto del desmayo, la boca entre abierta de la que se escapa un estertor, un grito que en esa soledad no tiene testigos. Los brazos extendidos muestran los estigmas de las manos, son heridas, son orificios, son indicaciones de la penetración, el mapa corporal del lugar del placer más profundo, el placer sin límites es el que no conoce consecuencias. La pobreza de Francisco es la pobreza final de la desnudez, en esa austeridad no necesita despojarse de sus ropas, sabemos que se ha entregado completamente, que en esta orgía él es el poseído, es quien dócil se presta para el dominio del Otro y que esa disposición lo lleva a la felicidad más plena. Esa austeridad implacable es la puerta para alcanzar la felicidad, imponerse privaciones hacen de la entrega un banquete inenarrable, el ascetismo incita a la lujuria. La obra pintada con la técnica que los hermanos Bellini, que inventaron la pintura al óleo, es una composición vertical, las rocas, los edificios del fondo, muebles y la posición del santo mira al cielo, es un entorno casi fálico. El detalle de cada lugar, la recreación de una naturaleza agreste, crea un marco de intimidad que nos convierte en voyeristas, en intrusos de esa entrega en la soledad pobre y bella de la naturaleza. El cielo tiene ese azul que lograba Bellini como nadie y poblado de unas ligeras nubes a lo lejos que dirigen la iluminación de la penetración al pecho, en el centro del humilde hábito del santo. El paisaje es portentoso, pero el verdadero milagro es el paisaje del placer de Francisco, su entrega y disposición para ser tomado, usado, llevado a un lugar del que nunca podrá regresar.